La Cámara Nacional Electoral decidió que Diego Santilli encabece la lista de diputados nacionales por La Libertad Avanza en la provincia, revocando una medida previa que ubicaba a Karen Reichardt en ese lugar. El fallo favorece abiertamente al oficialismo y le da al Gobierno nacional una ventaja política importante, justo cuando el escenario electoral se encuentra marcado por escándalos y cuestionamientos.
Lo curioso es que la justicia habilitó la reimpresión de boletas con la cara de Santilli, imponiendo esa modificación sobre la voluntad original de las piezas electorales que circulaban con Espert y Reichardt. Esa decisión tendrá un costo alto: el poder de alterar la lectura del electorado, el riesgo de manipulación de identidades visuales y una sombra de impunidad institucional.
La Cámara justificó su fallo apelando a la aplicación de la ley de paridad de género, alegando que los reemplazos deben respetar ese principio. Pero ese recurso legal se vuelve sospechoso cuando quienes lo usan son también los que más se benefician políticamente. No es mera interpretación judicial: es intervención política explícita.
El Gobierno nacional celebró la resolución como un triunfo simbólico, reafirmando que “se corrigió un error” y que la decisión reafirma el rumbo electoral del oficialismo. Pero lo que verdaderamente se corrige es el esquema de poder: cuando la justicia actúa como parte del juego en lugar de árbitro, la línea entre Estado y aparato político se vuelve difusa.
Esta decisión no es un hecho aislado: es parte de la maquinaria institucional que opera para preservar ventajas políticas. Y eso interpela a la ciudadanía: si las reglas pueden ser cambiadas mid-court, si las boletas pueden reimprimirse con rostro distinto, ¿qué validez real tienen las promesas electorales? ¿Qué garantía hay de que lo que votemos mañana no pueda neutralizarse mañana mismo?